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Normas que enferman y diversxs (no) saludables

Todas las personas somos diferentes en demasiados sentidos. Tenemos distintos cuerpos, puntos de vista, opiniones, experiencias, identidades, hábitos, deseos, proyectos, intereses y gustos. Cuando se nos mide, se evidencian valores diversos (altura, peso, frecuencia cardíaca, presión arterial, glucemia, concentración de componentes sanguíneos, imágenes del cuerpo,…) y con esto se clasifica a la gente en “rangos de normalidad”. Por éstos, a varias personas se las considera enfermas debido a cómo son sus cuerpos, sus discursos, sus mentes, sus hábitos, sus resultados de estudios complementarios por fuera de la “norma”. ¿Cómo se define hasta qué punto es “normal” o “aceptable” alguno de estos parámetros? ¿Qué consecuencias tiene que haya un límite exacto de parámetros aislados? ¿Quiénes determinan que haya una enfermedad o un factor de riesgo? ¿Qué implicancias tiene una enfermedad sin padecimiento para la persona? ¿Qué rol juega la sociedad al respecto?


Construyendo una normalidad

Se ha descrito bastante sobre la norma y la normalidad. Foucault (1976) concibe que la vigilancia junto a la normalización son grandes instrumentos de poder, los cuales emergen (y se ejercen) fundamentalmente a partir de finales del siglo XVIII con el desarrollo de las sociedades capitalistas. Se conjugaron grados de normalidad, con el fin de clasificar, jerarquizar y distribuir en rangos. De esta manera, “el poder de normalización obliga a la homogeneidad; pero individualiza al permitir las desviaciones, determinar los niveles, fijar las especialidades y hacer útiles las diferencias ajustándose unas a otras” (p. 171). En esta línea, aporta que “El caso (...) es el individuo tal como se le puede describir, juzgar, medir, comparar a otros y esto en su individualidad misma; y es también el individuo cuya conducta hay que encauzar o corregir, a quien hay que clasificar, normalizar, excluir, etcétera.” (p. 178). A su vez, ubica al examen en “el centro de los procedimientos que constituyen el individuo como objeto y efecto de poder, como efecto y objeto de saber” (p. 178). Gracias a una constante vigilancia y a la sanción que normaliza se busca clasificar a lxs sujetxs, y así tender a la composición óptima de las aptitudes.


¿Quiénes determinaban esta normalidad? Según este autor, las instituciones de medicina y psiquiatría garantizaban una forma de "cientificidad", a la vez que contaban con una garantía legal al apoyarse en el aparato judicial. En tiempos actuales sigue vigente en situaciones frecuentes. Por ejemplo, hasta hace pocos años en Argentina las personas transgénero (es decir, cuya identidad de género que no coincide con el género asignado al nacer según la genitalidad) podían acceder a la hormonización y/o cirugía de modificación de los genitales sólo a partir de una aprobación judicial avalada por un peritaje de unx psiquiatra.


Continuando con el ejemplo, actualmente el DMS-V relata que

La incongruencia de género o disconformidad con el género en sí no se considera un trastorno. Sin embargo, cuando la percepción de falta de correspondencia entre el sexo de nacimiento y la identidad de género que uno siente provoca malestar significativo o discapacidad, un diagnóstico de disforia de género puede ser apropiado. El malestar es típicamente una combinación de ansiedad, depresión e irritabilidad. Las personas con disforia de género grave, a menudo llamadas personas transexuales, pueden experimentar síntomas severos, inquietantes y persistentes y tienen un fuerte deseo de una transformación médica y/o quirúrgica de su cuerpo para que esté más alineado a su identidad de género.


Tras la lectura de esta definición impresiona que es la persona quien, desviada de la norma, es quien posee el padecimiento. Pero ¿en qué grado el rol de la sociedad influye sobre la generación de este padecimiento? ¿Se generaría igual este padecimiento, e incluso habría un diagnóstico para el mismo, en una sociedad que tolere y trate de igual a cualquier persona más allá de su género?


Por el contrario, ¿Qué ocurriría si cualquier forma extrema de diversidad se acepta sin considerar sus consecuencias? Diario Feminista (2020) remarca los factores que contradicen a que la pedofilia sea considerada una orientación sexual: asimetrías en el desarrollo cognitivo, psicosexual y de autonomía. Considerar normal, o al menos dentro de un rango de diversidad tolerable, a ideologías político-sociales como el nazismo, la xenofobia o el racismo puede tender a la convivencia con grupos sociales discriminatorios.


Sea cual sea el límite tolerable, es importante no perder de vista la perspectiva de Derechos, y cuáles derechos están (o deberían estarlo) por sobre otros. Ejemplificamos con una situación por fuera del sistema de salud: en el 2012 en Colorado (EE.UU.) un pastelero cristiano practicante rechazó diseñar una torta de boda para la celebración de un matrimonio entre personas del mismo sexo, por motivos de la religión que practicaba. Dos derechos se enfrentaron: la libertad del pastelero de decidir no brindar un servicio por la religión que elige practicar, y el derecho de la pareja de no ser discriminadxs. En el 2018 la Corte Suprema de los Estados Unidos falló a favor del pastelero.


En el caso descrito, no se aceptó brindar un servicio gastronómico. ¿Puede pasar lo mismo con la salud? ¿Qué ocurriría, o mejor dicho ocurre, cuando el derecho a recibir atención en salud atenta contra el derecho de libertad, por ejemplo religiosa, del profesional? En aquellos casos, desde este espacio apostamos a un posicionamiento ético-político en pos de los mayores derechos de lxs usuarixs del sistema de salud. Más adelante retomaremos esta idea.


Lo normal es salud

Hay autorxs que definen la salud de una manera bioestadística, como así también autorxs que lo problematizan. Por esto tomaremos aportes de Caponi (2010), en un artículo que hace revisiones al respecto. Una posible definición de salud consiste en correlacionar el rango de los valores más normales, más frecuentes de la mayoría de la población, para que con tales parámetros se “ubiquen” los valores de lxs demás. De esta manera, entrar implicaría un valor saludable, no entrar uno patológico. En este sentido “Cualquier desvío o alteración en esos patrones, independientemente de una vinculación con las capacidades o el sufrimiento de los individuos, instalará una alarma que deberá ser investigada como indicativa de una situación de riesgo o de un estado patológico.” (Caponi, 2010, p. 145). Es interesante pensar la cantidad de “valores normales” que se aprenden en la formación en la salud y las consecuencias que generan en la prácticas. Por ejemplo, se logra diagnosticar diabetes a partir de una única medición de 200 mg/dL de glucemia eliminando la necesidad de más pruebas, por lo tanto la persona en ese mismo instante pasa a tener una enfermedad por el resto de su vida.


Por otro lado, se advierte que si bien los valores estadísticos pueden resultar de ayuda, no se debería reducir la salud a estos parámetros. Es fundamental concebir las dimensiones del “medio” del ser vivo como relevantes para sus procesos de salud y sus capacidades de vincularse con estos medios. Una persona con valores altos de glucemia será más saludable si cuenta con recursos para afrontar las situaciones que limitan la calidad de vida (por ejemplo, si cuenta con un empleo formal y estable particularmente en situaciones de crisis económicas, o con redes de allegadxs para contener en caso de complicaciones graves). Como afirma Canguilhem (1986), “lo normal es poder vivir en un medio en que fluctuaciones y nuevos acontecimientos son posibles".


Las intervenciones en salud limitadas exclusivamente (o al menos, sumamente centradas) en valores de estudios e índices pueden resultar dañinas. Partiremos de una elocuente cita de Contrera (2019) en el libro Salud Feminista.

En nuestro contexto, profesionales de la medicina han llegado a sugerir que la discriminación y el señalamiento de la gordura pueden ser beneficiosos, porque la vergüenza puede funcionar como un afecto movilizador para el cambio de hábitos. Estos profesionales reconocen el impacto negativo del estigma en la calidad de vida, pero entienden que un nivel bajo de prejuicio contra la gordura sería eficaz, mientras que “la aceptación de la corpulencia como forma corporal parece haber contribuido a la diseminación de la obesidad” (Katz, 2010: 76). Contrariamente a lo afirmado por el discurso hegemónico, estas prácticas médicas estigmatizantes no resultan en mayor salud para las personas con alto peso corporal y ponen en jaque sus derechos como pacientes.(p. 54)


La autora, basada en investigaciones y otras fuentes bibliográficas fundamentalmente del activismo gordo, cuestiona los conceptos de sobrepeso y obesidad. Pone el jaque el índice de masa corporal (IMC) como un marcador de salud o de enfermedad, sugiriendo que a lo sumo se podría utilizar como una aproximación al tamaño corporal. Plantea la necesidad de promover la denominada “salud en todos los talles”, y crítica fuertemente al estigma que existe y se reproduce en la sociedad hacia las personas gordas.


¿Cómo nos posicionamos como profesionales de la salud ante una persona con valores de IMC por arriba de 25? ¿Y de 30? ¿Por debajo de 19? ¿Deberíamos felicitar a alguien con un IMC “normal”? ¿Qué tan fuerte o débil es la voz del usuarix del sistema de salud en la consulta? Como propuesta, invitamos a utilizar frases como Según tu IMC, estás desnutridx/flacx/gordx, pero ¿vos cómo te sentís? ¿Cómo es tu relación con tu cuerpo?


En esta línea, es fundamental una reflexión crítica sobre el concepto tradicional de riesgo, incluso dentro de una persona “saludable”. Almeida Filho, Castiel y Ayres (2009) señalan que tanto en el discurso como en el accionar biomédico surge una nueva condición: el estado de salud bajo riesgo, la cual fomenta una mayor consumo de medicamentos en la sociedad. Este estado se basa en la medicina basada en evidencias. Según los autores, esta última prioriza los resultados de estudios (principalmente estudios experimentales aleatorizados y metanálisis). Por otro lado, todo lo vinculado al carácter cualitativo, sociocultural y psicológico se considera secundario o incluso superfluo. ¿Es así la vida y la salud de las personas en la realidad? ¿Son válidas sus aplicaciones en la práctica para realizar diagnósticos y tratamiento? A su vez, no ignoremos que pueden haber grandes intereses económicos en aumentar la población a consumir medicamentos, con estrategias como bajar el valor de glucemia o presión arterial para que una persona sea diagnosticada, y por lo tanto se le recomiende consumir medicación.

Ser un diagnóstico

¿De qué manera hacen un diagnóstico lxs profesionales de salud? ¿Cómo se comunica el diagnóstico a lxs pacientes y allegadxs? ¿Qué implica para la vida de una persona recibir un diagnóstico, o no recibirlo?


El ser humano insiste en clasificar: los seres vivos en grupos, familias, especies; las personas en grupos y clases sociales. ¿Qué complejidades conlleva el hecho de categorizar a una persona como “enferma”? Las clasificaciones no son naturales, son construcciones teóricas. Surgen a partir de un consenso de personas que seleccionan y priorizan categorías a tomar, dejando a tantas otras de lado. Esto facilita la delimitación de objetos de estudio e investigaciones, en el consenso de definir “obesidad” a partir de un cálculo realizado a dos mediciones (peso y talla). Más allá de un posible deseo por el conocimiento, organizar la realidad (caótica) contribuye a controlar e intervenir en la misma. Las acciones en salud no son la excepción.


Uno de los principales roles de todxs lxs profesionales de la salud (resulta obvio, pero consideramos aclarar que no sólo médicxs) es hacer diagnósticos. Diagnósticos de enfermedades, patologías, trastornos o condiciones metabólicas, infecciosas, neoplásicas, mentales, comunitarias, sociales, entre otras. En general, se realizan para saber y de esa manera lograr intervenir en la realidad. ¿Cuál es el sentido de realizar un diagnóstico que no implique ningún cambio, ningún beneficio para lxs usuarixs o sus familiares? Por ejemplo, diagnosticar rápidamente la presencia de un infarto agudo de miocardio en una persona es necesario para intervenir de manera temprana y disminuir las complicaciones, a fin de cuentas preservar la vida de la persona y mejorar su calidad de vida. En cambio, hacer un estudio genético a familiares de una persona con enfermedad de Huntington, una enfermedad actualmente sin tratamientos efectivos, ¿cambia algo?


Entendemos que la respuesta no viene de profesionales de la salud. Es fundamental recordar que no estamos interviniendo con moléculas, genes, órganos, fenotipos, diagnósticos, sino con personas, sujetxs de derechos. Siguiendo la Ley de Derechos de Paciente, Historia Clínica y Consentimiento Informado (Ley N°25.529, 2009), ubicamos dos derechos necesarios para pensar en intervenciones en salud al respecto de lo arriba mencionado. Por un lado, el Derecho de la Información. “El paciente tiene derecho a recibir la información sanitaria necesaria, vinculada a su salud. El derecho a la información sanitaria incluye el de no recibir la mencionada información.”. También entra en acción el Derecho a la Autonomía: “El paciente tiene derecho a aceptar o rechazar determinadas terapias o procedimientos médicos o biológicos, con o sin expresión de causa, como así también a revocar posteriormente su manifestación de la voluntad.” En síntesis, las personas tienen derecho a recibir o no información sobre sus diagnósticos, como a la vez a aceptar o rechazar los tratamientos.


Una forma más estratégica de entender y utilizar los diagnósticos, es como herramientas. Las políticas públicas en ocasiones requieren la existencia de un diagnóstico para efectivizar un derecho. Por ejemplo, para tramitar el Certificado Único de Discapacidad (o CUD) es necesario que se “categorice” a esa persona como “persona con discapacidad”. El campo de la salud es un campo complejo, donde existen diversxs actorxs sociales (efectores de salud públicos y privados, profesionales, sociedades de profesionales, etc.) jugando en simultáneo, con intereses muy diversos. Entender la posibilidad de utilizar un diagnóstico como herramienta puede ser una estrategia útil para facilitar el acceso a un derecho. Claro, si es que la persona así lo desea.


A su vez, el diagnóstico en ocasiones cierra sentidos. Es una suerte de “tranquilidad” para lxs profesionales de salud, y en varias ocasiones también para usuarixs que demandan saber qué es lo que tienen, incentivadxs a buscar un nombre y una respuesta a sus dolencias. Entre profesionales de la salud, contribuye a pensar y entender los “casos clínicos”, además de estar atentxs a posibles complicaciones. Sin embargo, el contrapunto de esta cláusula simbólica es deshabilitar a que la persona traiga sus sentidos, sus potencias. En general, los diagnósticos en salud (¿en salud?) están más centrados en el tratamiento del déficit que en la potencialidad. Por ejemplo, diagnosticar una persona como “obesa” (por un IMC mayor a 30) cuasi inmediatamente se acompaña de consejería centrada en la limitación de la ingesta de productos calóricos, incentivar realizar actividad física, aumento de la frecuencia de controles y un estado patológico proclive a varias enfermedades. ¿En eso consiste el tratamiento más ideal de las personas con esta (supuesta) enfermedad? ¿Cómo se debería intervenir, o no, con lo que queda por fuera: sus maneras de autopercibirse, su relación con la comida, los hábitos? ¿Qué rol ocupa en las consultas el disfrute que siente por la comida, estrategias para modificarla que también pueda disfrutar? ¿Qué peso tiene el bienestar de la persona por sobre la enfermedad? ¿Qué implica que a partir de un determinado valor alguien tenga una enfermedad? Además de estas reflexiones, compartimos otro fragmento de Contrera (2010).

Las narrativas médicas reinstalan un discurso moralizante que no debería ser parte de la ciencia. La patologización implica una retórica victimizante que resta agencia como sujetos, obstaculizando la organización para luchar contra las actitudes y estereotipos negativos acerca de la gordura que proliferan en la sociedad. (...). Asimismo, también vale la pena considerar la advertencia de Cabral (2016): luchar por la despatologización no equivale a no reclamar el acceso a la salud como un derecho fundamental, independientemente del peso que portemos, y sea cual sea la razón por la que engordamos. (p. 58)


Palabras finales

Ya concluyendo este artículo, remarcamos la importancia de problematizar(nos) el concepto de normalidad, recordando su carácter de constructo. No se da de forma natural que alguien sea normal o anormal, es la sociedad quien así lo pretende determinar. Estas reflexiones esperamos que sirvan para pensar abordajes en salud más integrales, amplificando lo que la persona expresa (más allá de lo que se establezca en una definición o un protocolo sobre cada enfermedad).


A su vez, compartimos dos ideas que pueden ser útiles para las prácticas en salud. Por un lado, son fundamentales las reflexiones, pero no olvidar aquellas certezas (más o menos sólidas) para trabajar en salud, como siempre velar por los mayores derechos de lxs usuarixs de salud. No está de más repasar las legislaciones vigentes al respecto. Y por otro lado, no perder de vista el Principio de Beneficencia: más allá de lo que podamos y vayamos a discutir sobre una posible clasificación nosológica, no deberíamos olvidar que lo que más importa es ayudar, acompañar, asistir a la persona a vivir su vida lo mejor posible. Esto no implica necesariamente ubicarse en un determinado rango de valores.


Por Fusarium revoltoso


Bibliografía:

  • Almeida Filho, N. D., Castiel, L. D., & Ayres, J. R. (2009). Riesgo: concepto básico de la epidemiología. Salud colectiva, 5, 323-344.

  • Calderone, S. (2020). Mucho más que pasteles: Masterpiece Cakeshop Ltd. v. Colorado Civil Rights Commission (2018) y el debate sobre la libertad religiosa en los Estados Unidos de América. República y Derecho, 5(5), 1-42.

  • Canguilhem, G. (1982). Lo normal y lo patológico. Siglo XXI.

  • Caponi, S. (2010). Georges Canguilhem: del cuerpo subjetivo a la localización cerebral. Salud colectiva, 6, página 151.

  • Contrera, L. (2019). De la patología y el pánico moral a la autonomía corporal: gordura y acceso a la salud bajo el neoliberalismo magro. Salud feminista. Soberanía de los cuerpos, poder y organización.

  • Derechos del Paciente en su Relación con los Profesionales e Instituciones de la Salud. Ley 26.529 de 2004. 19 de noviembre de 2009 (Argentina).

  • Diario Feminista (2020). La libertad y la diversidad sexual es contraria a la pedofilia. https://eldiariofeminista.info/2020/06/28/la-libertad-y-la-diversidad-sexual-son-totalmente-contrarias-y-se-openen-a-la-pedofilia/

  • Foucault, M. (1976). Vigilar y castigar: Nacimiento de la prisión por Michel Foucault.

  • Manual DMS-V. Versión para profesionales (2019). https://msdmanuals.com/es/professional/trastornos-psiquiátricos/sexualidad-disforia-de-género-y-parafilias/disforia-de-género-y-transexualidad


 
 
 

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